En blogs interneteros y sitios así, algunas militantes de la
rama ultrarradical feminazi -no mezclar ni agitar con las feministas
respetables, cultas, razonables, de infantería- echan espumarajos de
indignación porque, en este noviembre que ya fenece, ha vuelto a
representarse el tradicional Don Juan Tenorio en algunos
teatros españoles. Argumentan las individuas que la famosa obra teatral
de Zorrilla está protagonizada por un chulo machista y violento, un
misógino desalmado que medra con la mentira, el engaño y la seducción de
mujeres desvalidas; y cuya alma, para más Inri, acaba salvándose in
artículo mortis gracias al amor puro y los buenos oficios de la dulce e
inocente doña Inés. O sea, que ni siquiera el desenlace proporciona a la
espectadora concienciada el consuelo final de ver al infame seductor
ardiendo en los infiernos.
Recomiendan las antedichas
radicalfeminatas, con esa deslumbrante facilidad para la simpleza sin
complejos que a algunas de ellas adorna, que el Tenorio -«Pesadilla recurrente», lo llaman- no se vuelva a representar en jamás de los jamases. «El personaje es machista hasta el ridículo», afirma por escrito una de ellas, añadiendo -con cierta dislexia sintáctica, dicho sea de paso-:
«Es el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos
erradicar: la actitud chulesca, el desprecio a las mujeres, la
exaltación de algo a lo que llaman amor hasta la muerte... Forma parte
de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas».
Uno, modestamente, conoce un poco el Tenorio.
Desde niño. Entre otras cosas, porque mi abuela materna -a la que
ninguna feminista de hoy podría dar clases de lucidez, cultura e
independencia personal e intelectual- me lo recitaba a menudo, pues lo
sabía de memoria, como casi toda la gente educada de su generación.
Después, que yo recuerde, lo he visto innumerables veces, tanto en el
añorado Estudio 1 de la tele como a lo vivo en teatros,
representado por Armando Calvo, Fernando Guillén, Sancho Gracia, Juan
Diego y otros -todos, en realidad- grandes actores de cada momento, con
mujeres extraordinarias como Gemma Cuervo, Emma Cohen o Concha Velasco
dándoles la replica en el papel de doña Inés. Quiero decir con esto que
llevo cincuenta años de mi vida oyendo decir «Cuán gritan esos malditos»,
y algo me suena su materia: la ironía, la vanidad, la vileza, el
orgullo, la culpa, el castigo, la redención, el honor ridículo y
trasnochado. También, claro, los estereotipados personajes, la
imperfección del verso, los ripios infames, lo antipático del
protagonista y sus amigos. Esa clase de cosas. Y sobre todo, la certeza
absoluta de que en esa obra teatral a menudo torpe, tópica de sí misma,
late también algo genial que la hizo famosa y que todavía hoy le
permite, ante cualquier clase de público, subyugar y divertir como
pocas. La inmensa intuición dramática de Zorrilla, el instinto narrativo
que circula bajo la piel de cada torpe y facilón verso del Tenorio,
lo convirtieron en la obra de teatro más conocida y representada en la
historia del teatro español. Un clásico indiscutible, incluso a pesar
suyo. Historia inmortal de la escena dramática.
No hay nada más estúpido que mirar el pasado sólo con los exclusivos ojos del presente. Don Juan Tenorio,
que recogió eficazmente una tradición literaria clásica, poniéndola al
día con un deslumbrante barniz de romanticismo populista para el gran
público del siglo XIX, debe ser vista como lo que es, o fue, y
disfrutada en su contexto. Ya no existen donjuanes a lo Zorrilla, por
fortuna hasta para ellos mismos, porque son, efectivamente, ridículos. Y
eso es lo que hace aún más interesante comprobar, en el teatro o fuera
de él, cómo esos personajes eran vistos en el pasado. Ésa es, creo, la
única forma de encarar con criterio lúcido los cambios necesarios del
presente: desde un punto de vista culto, conocedor del asunto, y no
desde clichés fáciles y lugares comunes que apenas disimulan la
ignorancia y la indigencia intelectual de quienes tras ellos se escudan.
Pretender que se proscriba el Tenorio por machista es como
pedir que, por el mismo motivo, se proscriban el tango, la copla, el
corrido o el bolero. Por las mismas imbéciles razones habría que
desterrar de la vida, la educación y la cultura, entre otras muchas
cosas, gran parte del teatro y la poesía españoles del Siglo de Oro, los
dramas románticos o el teatro y las novelas de Jardiel Poncela. Por
ejemplo. Y tampoco el Quijote se libraría del expurgo. Ni, por
supuesto, la poesía extraordinaria, crisol fascinante de la lengua
española, de aquel despiadado y genial misógino que fue don Francisco de
Quevedo.
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